Hubo una vez un hombre que no naufragó pero llegó a una isla. En realidad había malgastado miles de años de su vida buscándola y, habiéndola encontrado al fin, no quería separarse de ella. Pasó los siguientes años oteando el horizonte sin ver nada. Los barcos y aviones pasaban puntuales por el aeropuerto, pero él aseguraba vivir en una isla desierta. Sólo estaban él y su arena, él y sus palmeras, él y sus orillas. Conocía cada uno de sus rincones y ella cada uno de sus movimientos. Un buen día la isla se cansó de estar colonizada. Decidió volver a ser un territorio libre y echó a su inquilino para siempre. No le dio razones. No le pareció necesario. Él no quiso creerlo pero intentó irse, buscó puentes que la llevasen de ella a otras islas. En mitad de cada uno de ellos se aterrorizaba y volvía atrás. Pero atrás ya no estaba ella. Sólo había más puentes. Dicen que lo que le asustaba de ellos eran sus pretiles. Sin embargo, nunca hubo ninguno, ni una mísera barandilla. La única persona q