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Puipi.

El señor pollo es mi periquito. Es azul, ligeramente rellenito y tiene aires de dictador nazi. Cuando se dedica a dar órdenes desde lo alto de su jaula lo llamamos Führer pollo, pero hoy he decidido llamarlo Puipi.
Es por el ruidito ese raro que hace cuando pía, nada especial. Ahora mismo lo está haciendo, aunque por el énfasis que le pone podría estar arengando tropas, ejércitos y ese tipo de cosas. A falta de cetro, golpea su pico contra los barrotes, con furia, enfatizando cada una de sus palabras.
Sin embargo, pudiera ser que, debido a su origen tropical, hubiese descubierto un nuevo ritmo caribeño y lo estuviese probando ante mis pobres y maltrechos oídos. Esto, señores, me temo que continuará siendo un misterio.
Lo que realmente me preocupa es una costumbre que ha adquirido hace poco. Fürer pollo se coloca en la entrada de su jaula, culo dentro, pico fuera, patitas agarradas al borde del precipicio, plumas erizadas y mirada de inocencia pollil.
Ciertamente una versión en miniatura de, digamos, Napoleón Bonaparte, me acecha desde un rincón de mi cuarto. Su mirada se clava en cada uno de mis movimientos a lo largo de la habitación. Su apariencia adorable no engaña, al menos a mí no, führer pollo planea algo. Y algo gordo.

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