En la dársena 19 había un banco a la sombra. Era agosto y el calor sofocante no lo era tanto en la costa asturiana. Pongamos que hablo de Gijón.
Un hombre de sesenta años y su amigo esperaban algún autobús a alguna parte. El primero, enjuto y musculoso, olía a sudor. Conservaba todo su pelo y una maleta de piel antigua que más bien parecía un maletín grande. El segundo pintaba más de mil canas y escuchaba cómo su amigo le contaba una historia que, si no recuerdo mal, discurría tal que así:
Andrés había nacido en una aldea de Asturias y a los dieciocho años se había enamorado de la chica del pueblo de al lado. Entonces llegó la mili, más tarde el ejército y por último la vida, en definitiva, e hicieron que nunca más la volviese a ver.
Ella se casó, con un señor del pueblo de al lado. Y tuvo sus hijos y su vida, y no creo que pudiésemos decir que no fue feliz. Y él se casó, tuvo su vida, volvió a su aldea, guardó la foto de la chica en la cartera y no creo que pudiésemos decir que fue infeliz.
Aquella tarde de agosto Andrés había sacado la foto para enseñársela a su amigo. "Mírala, mira qué guapa era." Y su amigo, entre risas, le daba la razón. Habían pasado sesenta años. Andrés en realidad tenía ochenta. Y otros tantos la adolescente de la foto. Su marido había muerto hacía poco y él, que vivía aún en la aldea de al lado, había pedido a la familia de ella una visita, ahora que ambos estaban solos de nuevo y por fin podía verla.
Ella accedió y Andrés cogió un autobús al pueblo de al lado. Contaba, entre risas también, a su amigo, que ella estaba muy vieja. Que no tenía nada que ver con la chica que sonreía en la foto y que le había costado reconocerla. "No hay nada que hacer." Reía con su amigo.
Había esperado una vida entera y no pensaba volver a ir a verla.
Había esperado una vida entera y no pensaba volver a ir a verla.
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